domingo, 24 de enero de 2010

La expedición al Salar de Uyuni. 3º Etapa: El color del silencio. Fin de la excursión

Esa noche, después de la reconfortante ducha de agua caliente, me senté en un banco hecho de bloques de sal que estaba en la parte frontal del refugio; había mucho silencio, solo cortado por el ulular del viento. Mientras saboreaba una cerveza, desde la altura divisaba a mis pies el caserío de La Candelaria. La luna iluminaba a lo lejos el Salar de Uyuni. Intercambié algunas palabras con un viajero de Alemania, pero preferimos adherirnos al la paz reinante y observar el bello paisaje a nuestros pies, de una intensidad sobrecogedora.
Eran las once de la noche cuando me fui a acostar, la mayoría de los excursionistas descansaba. Entré en puntillas a la habitación y me metí en la cama; la mochila estaba a mi lado, con la ropa lista. Nos despertarían a las 4 a.m. Pensaba como sería la experiencia que me aguardaba cuando me quedé dormida.
Puntualmente Raúl golpeó la puerta de la habitación avisando que era hora de levantarnos; a tientas busqué mi linterna, me vestí y fui a higienizarme en la oscuridad. Me cruzaba con otros viajeros que a la luz de sus linternas iban y venían preparando el equipaje para la partida.
Cargamos todo en el Jeep y partimos entusiasmados y somnolientos. A los cinco minutos estábamos en medio del salar. La oscuridad era casi total, solo se veían como pequeñas luciérnagas los faros del resto de los vehículos que habían salido casi al mismo tiempo. Mordisqueaba un chocolate para aplacar el frío, mientras trataba de ver un poco más allá, escudriñando en las tinieblas.
Desde el lado derecho observé una tenue claridad y el cielo comenzó a pintar de rosado pequeñas nubes; el alba se estaba anunciando. Pregunté cuando pararíamos para ver amanecer. Raúl respondió que faltaban unos quince minutos, que me quedara tranquila; pero yo me revolvía inquieta en el asiento y deseaba que frenara el vehículo para bajarme, la ansiedad se hacía sentir.
Muy contrariamente, mis compañeros de viaje dormitaban, así que me dediqué a ubicarme mentalmente en el recorrido que hacíamos.
Si la claridad venía de mi lado derecho, significaba que nos dirigíamos en sentido norte, pero no veía ruta ni demarcación alguna. Solo la planicie que a esta hora tenía un gris oscuro. ¿Cómo sabían hacia donde ir? Estaba sumida en esta meditación cuando el Jeep frenó en medio de la nada; la claridad era mayor y el frío empañaba ligeramente los cristales. ¡Hora de bajar! –dijo Raúl- En pocos minutos más empezará a asomar el sol.
Prontamente dejé el vehículo e inicié mi secuencia de fotografías. Cada 3 o 4 minutos cliqueaba la cámara. El suelo se veía casi negro, pero la claridad avanzaba. En determinado momento una fina línea de luz cruzó el horizonte en nuestra dirección, tiñendo el paisaje de un naranja candente; luego fue creciendo hasta tornarse en una esfera de fuego frente a nosotros. Vi el sol a la altura de mi pecho, con un horizonte sin límites, al tiempo que todo el salar tomaba una ligera tonalidad celeste hasta que el sol despegó de su horizontalidad y el celeste tornó a un blanco refulgente y cegador.
En este momento, me alejé de mis compañeros, temía que me hicieran destinataria de las bromas y risas, porque sentí que las lágrimas brotaban silenciosamente. Era un paisaje inusitado, increíble, diferente. Parada en medio de ese desierto de sal de 12.000 km2 (me habían informado que era el más extenso del mundo), estaba sintiendo igual emoción que cuando vi el mar por primera vez.
Yo soy nacida y criada en una tierra diferente, con montes y espinos, con zonas selváticas y arenales, ahora podía ver un mundo distinto, una de esas bellezas que la naturaleza nos guarda para quienes sabemos admirarla. Quedé parada y poco a poco comencé a girar para mirar hacia todos los puntos cardinales. Era una alfombra blanca, con rebordes craquelados y muy lejos, como si fueran los bordes de una bandeja se vislumbraban ondulaciones que la distancia pintaba de color azulino, entrelazándose con el cielo.
Luego las fotos fueron nuestra diversión, las sombras larguísimas, las poses payasescas, la toma más loca, aprovechando el juego de tener un horizonte ilimitado e invisible. Continuamos nuestro recorrido, el frío había calmado, teníamos hambre pues estábamos sin desayunar. Margarita distribuyó galletas golosinas y jugo, prometiéndonos que desayunaríamos al llegar a la Isla del Pescado.
Aproveché que la conversación fluía naturalmente comentando distintas cosas sobre ese precioso lugar y le pregunté a Raúl cómo se guiaban allí, donde no había una ruta demarcada; pensando en que era aun más difícil orientarse en el momento de las lluvias, cuando todo el salar se transformaba en un inmenso espejo del cielo, haciendo difícil la ubicación en terreno. ¿Acaso se guiaban por las estrellas, como los antiguos marinos? ¿Usaban brújula o G.P.S.? (Sistema de posicionamiento geo-referencial) No, nada de eso –respondió Raúl- mira allá al frente, esa montaña que se destaca sobre las demás, es nuestra guía es el Volcán Tunupa. Sabemos que en cualquier parte del salar que estemos, debemos dirigirnos en esa dirección; aquí la naturaleza se encarga de orientarnos.
Así entre conversaciones y risas llegamos a la “Isla del Pescado” que toma ese nombre debido a la forma que tiene. Se alza en medio del Salar, como un oasis de piedra y cactáceas; antiguamente (como todo el Salar de Uyuni) formaba parte del lecho marino, junto a lo que actualmente es el Lago Titicaca. Hace millones de años, debido a los movimientos de las placas tectónicas se elevaron; por ello es que en la Isla del Pescado se pueden observar restos de conchas, corales y algas marinas petrificadas.
El lugar es hermoso, trepé hasta la cima, por caminitos de piedra, descubriendo pórticos, cuevas y arcadas que natura había formado. Anduvimos un rato explorando y curioseando; bajamos hasta las mesas y bancos de sal, donde nos esperaba un suculento desayuno preparado por Margarita y sus mágicas manos hacedoras de delicias que calmaban nuestro apetito y nos reconfortaban.
Compartimos algunos momentos con otras personas de diferentes excursiones y continuamos viaje rumbo a “Ojitos de Agua”. A simple vista, no puedes diferenciarlo del resto de la planicie, pero en esa zona corren ríos subterráneos de agua salada y muy helada (según dicen tienen propiedades curativas) Rompes la corteza y puedes extraer trozos de sal cristalizada (más bien petrificada) de diversos colores (de acuerdo a lo que la porosidad le haya permitido absorber) en su interior. Logré sacar un trozo de color violáceo, un verde, un amarronado, otro intensamente blanco que se irisaba en contacto con el sol y los guardé en una bolsita con mis cosas personales. Fuera de las fotografías y la evocación de los instantes vividos, esto sería el recuerdo más palpable de mi paso por el Salar de Uyuni.
Desde allí fuimos a Coquesa, al borde norte, un pequeño caserío donde se encuentran depositadas en un pequeño Museo, las momias que hace pocos años fueron descubiertas en un lugar cercano del Volcán Tunupa (5435 m)
La excursión continuó con nuestra visita al antiguo hotel Playa Blanca, ahora convertido solo en Museo, con grandes estatuas, mobiliario y figuras íntegramente realizadas en sal, allí está enclavado el monolito de las banderas, donde es típica la realización de una fotografía recordatoria, tomando la bandera del país al que perteneces. Este lugar, dejó de explotarse como hotel por cuestiones atinentes a la ecología, pues los desechos resultantes de su funcionamiento perjudicaban el Salar.
Más tarde pasamos por el lugar donde se realiza la extracción de sal con fines comerciales- Nuevamente pude observar que los obreros esconden su rostro o dan la espalda para no ser retratados mientras cumplen su tarea.
Algo más tarde de mediodía llegamos al pueblo de Puerto Chuvica, donde compartiríamos el último almuerzo juntos. Adquirimos artesanías y miniaturas bellamente talladas por pocas monedas en la feria del lugar, paseamos un rato; observamos a la distancia el Hotel Internacional en construcción fantásticamente diseñado, que en el futuro tendrá hasta su propio aeródromo. (Esa cuestión me molestó bastante, pues una de las principales reliquias de este lugar es el silencio que permite escuchar el sonido de la naturaleza)
La expedición llegaba a su fin. Atardecía cuando llegamos a Uyuni. Un ir y venir de mochileros de todas partes del mundo, la peatonal con cervecerías, pubs, cyber-cafés, agencias de turismo y música estridente ponía fin al maravilloso viaje, incorporándonos de un empujón en el momento actual.
El pueblo contaba una larga historia de pasado ferroviario durante la proliferación de la industria minera floreciente en otra etapa.
Ahora plenamente dedicado al turismo, Uyuni se adentraba en una instancia diferente. Aun así el paso lento y tranquilo de los bolivianos, sus voces quedas y su mirar profundo, nos decían que a pesar de todo, la gente oriunda del lugar, seguía viendo a la distancia, atrapados por la magia de los silencios y los colores que el sol ponía en cada bloque forjando un arco iris de sueños para ellos y para quienes habíamos tenido la oportunidad de visitarlos.
Magui Montero
Referencias: Fotos 1 a 6- Amanecer en el Salar de Uyuni. 7 a 9- Isla del Pescado. 10 y 11- Ojitos de Agua. 13 y 14 - Fotos locas. 15 a 17- Hotel Museo Playa Blanca. 20- Puerto Chuvica, último almuerzo juntos. 21- Uyuni

viernes, 22 de enero de 2010

La expedición al Salar de Uyuni - 2º etapa entre lagunas y volcanes

Nada me hacía prever este mundo de colores. Surgían ante mis ojos a medida que devorábamos kilómetros, desiertos, pero todos distintos. El desierto de Siloli, el de Dalí, el de Piedras, cada uno de ellos con su espectacular imponencia, que lo diferenciaba del resto.
En realidad y a pesar de mis diferentes notas me resultaba difícil guardar un orden en el recorrido que iba haciendo; los mapas, los folletos, en nada nos preparaban para ese multicolor despliegue de la naturaleza, las piedras de formas caprichosas, la arena como formando bandas rayadas, la extrañeza de pararse y observar un horizonte aparentemente sin límites; y de pronto al rodear una montaña, o al bajar una duna, la enceguecedora visión de las lagunas pobladas de flamencos.
Imposible decir cual era la más bella, cada vez que pensaba “esta es la más bella”, llegábamos a otra que nos dejaba boquiabiertos. En nuestro recorrido durante ese día y el siguiente, a pesar de que aun no había llegado al Salar de Uyuni, los paisajes y las vivencias compensaban ampliamente tanto el precio como las incomodidades.
Laguna Kolipa, Laguna Celeste, Laguna Blanca, fueron las primeras que visitamos. Ya era mediodía, paramos a almorzar y darnos un baño en las Termas de Aguas Calientes. Llegamos cuando ya estaban muchos grupos de turistas, almorzando o tomando su baño. Nosotros fuimos los últimos en llegar y partir, rumbo a Laguna Verde (a 4.400 metros) situada en medio del Desierto de Dalí. Allí tuve mi momento de mayor angustia cuando comprobé que en el vestuario de las termas había dejado mi cámara de fotos y tenía más de 500 captadas solo desde el comienzo de esta excursión. No me importaba la cámara (que me había costado bastante) sino las fotografías que iba a perder, y pensar que no tendría nada de toda esta hermosa experiencia. Todos trataron de calmar mi llanto silencioso. Margarita y Raúl me dijeron que teníamos que volver a pasar por las Termas y seguramente estaría en el lugar donde la dejé; pero yo estaba desolada.
El trayecto hacía Laguna Verde, duró cerca de media hora. A la distancia se veía el Volcán Ucancabur de 5950 metros.
El resto de mis compañeros me dijo “no te quedarás sin fotos” de aquí en adelante, si no encuentras la cámara, nosotros te enviaremos las nuestras. Lamentablemente, mis condiciones anímicas no me permitieron disfrutar de ese bello lugar, porque estaba ansiosa por regresar.
Finalmente volvimos, al principio dijeron que no habían visto nada, que la cámara no estaba; les pedí que me ayudaran en la búsqueda y daría una recompensa si la encontraban. Mágicamente, la cámara apareció en manos de un niño y le di 50 bolivianos.
Margarita se enojó, me dijo que hubiese bastado darle 10, pero yo temía que si era poco, no pudiese recuperarla. (eran alrededor de siete dólares, y para ellos representaba mucho dinero)
Estaba feliz cuando llegamos a los géisers y fumarolas “Sol de Mañana” ubicados a 5000 metros de altura; me encantó ver los colores de los diferentes minerales entremezclados que burbujeaban y lanzaban chorros de vapor con mucha presión. Corría un fuerte viento, y la tarde empezaba a caer. Poco después llegamos al refugio Huayllajara.
Esa noche, luego de cenar, jugamos naipes, tomamos varias cervezas y nos fuimos a dormir. Afuera, el viento del desierto silbaba y la temperatura había bajado mucho.
Por la mañana, me levanté antes que el resto del grupo y cuando salí a la galería para sentarme a desayunar, observé que habíamos destrozado una cubierta; le avisé a Raúl, quien con la ayuda de Tom y Micky se puso a cambiarla. (Todos los Jeep llevan dos ruedas adicionales y los elementos necesarios para reparar posibles pinchaduras)
Tomamos un café con leche acompañado de panqueques con dulce de leche, que fueron una fiesta para el paladar y salimos.
Laguna Colorada fue nuestra primera parada a 4270 metros, bella, majestuosa; luego Laguna Ramadita, Honda, Charcota (allí almorzamos a orillas de la laguna), después continuamos hasta Laguna Hedionda y Canapa. La cámara no alcanzaba a captar el esplendor y la extensión de estos lugares, pero no me cansaba de disparar de todos los ángulos posibles. Pasamos el Desierto de Siloli, donde se encuentra el Árbol de Piedra, un capricho de la naturaleza, enclavado en medio del Desierto.
Cruzamos el Desierto de las Rocas y luego el Valle Tum Tum, en algunas partes nos bajábamos y ayudábamos a mover rocas para que pasara el Jeep y poder seguir camino. A la distancia visualizamos el volcán Ollague a 5865 metros (en actividad), se podía distinguir el humo saliendo y el vapor rodeando su parte superior.
Atardecía, cuando cruzamos unos sembradíos de quinua; estábamos llegando al refugio de Villa Candelaria, a orillas del Salar. Cansados, contentos, con hambre y ansiosos por darnos un baño (aquí había duchas con agua caliente)
La construcción era rara, íntegramente realizada con bloques de sal, incluidas las mesas, los asientos, escaleras y las camas. Me descalcé, mis pies se hundieron en la sal; jugueteé largo rato como niña. Antes de acostarme, salí a observar la noche, el refugio estaba enclavado en una elevación, desde donde se veía el pueblo a lo lejos. Una hermosa luna brillaba en el cielo totalmente límpido, me senté a contemplar el fantasmagórico paisaje de la luna tiñendo de plata el Salar más grande del mundo. Era hora de acostarme, a las 22,30 se apagaban las luces del refugio.
A las 4,30 de la mañana, saldríamos para ver el amanecer más extraordinario de mi vida. ¡Por fin entraría en el Salar de Uyuni!

viernes, 15 de enero de 2010

La expedición al Salar de Uyuni – 1º Etapa - Entre el desierto y la altura.

Tal como estaba previsto, luego del desayuno, se cargó el equipaje, provisiones, agua mineral, golosinas y partimos en medio del entusiasmo y la ansiedad.
Estábamos saliendo de Tupiza, cuando Margarita comenzó a hablar para decirnos que durante la expedición debíamos comportarnos como una familia, ayudarnos y prestar atención a las recomendaciones. Nos explicaron que en ciertos lugares no encontraríamos agua. La luz en los refugios se apagaba a las 23 horas porque se alimentaba con paneles solares, por lo que debíamos cargar las baterías de las cámaras antes de esa hora. Pensé en que había sido una medida acertada llevar la linterna (que me acompañaba desde mi excursión al Macchu Picchu) y haber comprado suficientes pilas para la cámara, pues no usaba baterías y las recargables demoraban varias horas para recuperar la carga; tenía conmigo una docena de pilas descartables de alto rendimiento, pues me avisaron que su duración era sustancialmente menor en zonas de altura.
Tupiza estaba a 2.950 metros, desde allí se inició la trepada, tornándose un pequeño punto mientras el camino continuaba zigzagueando en medio de las montañas. El paisaje que descubría a medida que avanzábamos era fantástico. El viento había tallado las rocas y la vegetación se modificaba. Descubría especies que veía por primera vez. Hacía media hora que habíamos salido de Tupiza cuando una piedra del camino salió disparada y golpeó con un estampido debajo. Paramos y Raúl (el chofer) bajó a controlar si todo estaba bien. Nos dijo que había una pequeña rotura (no entendí bien de que se trataba) que podría solucionarlo de inmediato, pero que prefería volver hasta el pueblo, pues allí lo haría más rápidamente. Elegimos quedarnos a disfrutar del lugar hasta su regreso, pues el paisaje valía la pena; estábamos en una cumbre, tomamos mate, sacamos fotografías y conversamos de cuales eran nuestras respectivas actividades. Antes que nos diéramos cuenta del paso de los minutos, Raúl había regresado y seguimos camino. Donde veíamos algo interesante o curioso -con infinita paciencia de quién realizaba el oficio de chofer y guía- daba explicaciones, paraba para que tomáramos fotos o se reía de nuestras (ciertas veces) absurdas preguntas.
Cruzamos un campamento de obreros que extraían oro, vimos a la distancia una montaña con vetas de cobre, que llamaba la atención por su vívido color turquesa (producto de la oxidación en contacto con el oxígeno) y pasamos hacia el lado opuesto de la primera cadena montañosa, a nuestros pies se desplegaba un amplio valle cubierto de césped sembrado de margaritas silvestres, por medio del valle un riacho formado en una vertiente que surgía a poca distancia y el cielo limpio de un celeste enceguecedor, completaban lo que parecía un cuadro que se asemejaba más a un prado arrancado de otro lugar e implantado allí. No parecía que estábamos en medio de montañas que hasta hace pocos instantes se nos antojaban resecas. Margarita dijo que allí haríamos el almuerzo. El sol caía a pleno, pero no lo sentíamos; una brisa suave y fresca acariciaba; sin embargo nos aconsejaron cubrirnos y ponernos pantalla solar porque nos haría mal.
Mientras admirábamos este bello lugar, pusieron un mantel sobre el césped, fuentes con paltas, pepinos, tomates y diferentes tipos de vegetales en ensalada muy bien decorados, frutas, pollo horneado, bebidas sin alcohol, agua mineral fresca, vajilla y servilletas, se expusieron a nuestros ojos y nos llamaron a comer; mientras el guía, la cocinera y el pequeño, se retiraban y lo hacían en un lugar alejado de nuestra improvisada mesa. Esa era la costumbre, nos dijeron… Se recogió todo, lavaron las cosas, reunieron los desperdicios en una bolsa y la guardaron. La consigna era no dejar ni un papel de caramelo para conservar ese sitio del mismo modo en que lo habíamos encontrado y continuamos el viaje. (Como comentario especial, puedo decir que tenía una impresión errónea de ciertas costumbres; sin embargo, observé entre las muchas personas que tuve oportunidad de conocer oriundas de Bolivia, que cuidan mucho el entorno y son respetuosas de la naturaleza; cuestión que no es igual entre muchos de los turistas; quienes tiran bolsas de plástico, latas, etcétera, en cualquier parte)
Cruzamos un pequeño poblado llamado San Vicente, con no más de 50 viviendas de adobe y una pequeña iglesia en el centro. Desde la distancia parecía tener mucha actividad; sin embargo, al acercarnos, los habitantes se metieron en sus casas, solo tres niños nos observaron desde lejos, escondidos detrás de un poste de electricidad. Allí supimos que las personas que habitan en estas zonas rurales, son reacios a entablar conversación y se disgustan si tratas de fotografiarlos.
Viajamos durante el resto de la tarde; cuando anochecía, llegamos a San Antonio de Lípez a 4200 metros de altura, en ese lugar haríamos noche; vimos innumerable cantidad de vehículos de las diferentes excursiones que iban estacionando en distintos refugios. Oscurecía rápidamente, el viento soplaba con fuerza y hacía mucho frío. Saludamos a los dueños del refugio; ella era una mujer pequeña que se encontraba tejiendo una manta en un telar con lana de vicuña teñida de colores brillantes, murmuró palabras de bienvenida y siguió entregada a su tarea. Él un hombre bajo, nervudo, se quitó el sombrero y mostró su sonrisa, deseando que tuviésemos una linda estadía. Bajamos las mochilas y entramos a la habitación, donde dormiríamos. Era limpia, tenía alrededor de 5 por 7 metros de dimensión; seis camas enfrentadas (tres a cada lado), con sábanas y acolchados de vivos colores.
Dejamos el equipaje, cada uno a lado de la cama que usaría, los baños, el comedor y la cocina, estaban construidos como habitaciones continuas, alrededor de un patio central que servía para estacionar el vehículo. De igual forma, y a continuación estaban las habitaciones que usaba la familia de los dueños.
Tomamos la cena, (sabrosa, como todo lo que preparaba nuestra cocinera) y nos fuimos a dormir. Allí no podíamos ducharnos, por la escasez de agua; solo era realizarse la higiene imprescindible; a las 22 horas, estábamos ya en nuestras camas, agotados por la primera jornada. Debíamos levantarnos a las 4 y partir 4,30 luego del desayuno.
En este tipo de refugios, aprendí a vestirme y desvestirme debajo de las frazadas; pues compartíamos habitación todos los viajeros (salvo el personal, que dormía en otra habitación) Los hombres en cambio, se desvestían y cambiaban de ropa, solo dándonos la espalda y parecían encontrarse solos; hablaban y bromeaban aludiendo a que no podrían portarse mal porque éramos demasiadas mujeres.
Puntualmente a las 4, nos levantamos a la luz de las linternas; nos ingeniamos para bañarnos (a medias) con ayuda de una botella de agua mineral que convertimos en jarra, pues agua había (helada), pero no duchas. Sara me tiraba agua (luego hice lo mismo) y yo emitía chillidos cada vez que caía sobre mi piel, (esperando que no se escuchara) pero esta prueba me valió un catarro, hasta que me adapté a la falta de baño.
Tomamos en el comedor, un rico y caliente desayuno, con panecillos amasados, mermelada, mantequilla y frutas y partimos. Al amanecer llegamos al pueblo fantasma a 4.690 metros; eran las ruinas de San Antonio, un antiguo poblado muy próspero, que había dejado sus ordenadas costumbres debido a la fiebre por la explotación del oro y terminó desapareciendo (según los relatos) por una maldición. La descendencia y antiguos pobladores, decidieron irse del lugar para fundar San Antonio de Lípez, donde habíamos pasado la noche.
El lugar ella bellísimo al amanecer, en las cercanías se observaba el Volcán Uturuncu cubierto de nieve, de 6008 metros. Absorta en tratar de captar fotografías atractivas, me paré en una saliente, saqué la foto y rodé en las piedras. Dolorida y asustada (igual que todos, por mi caída) los tranquilicé diciéndoles que eran apenas magullones (pero me dolía todo el cuerpo). De allí en adelante, traté de ser más cautelosa, mirando donde ponía los pies.
Continuamos la subida, las cápsulas que tomaba cada mañana al despertar, hacían que no tuviera problemas con la altura; sin embargo igualmente llevábamos una buena ración de chocolates, que nos permitían una reserva de energía.
Eran muy temprano en la mañana cuando divisamos la Laguna Kolipa a 4.855 metros; la visión era irreal, creía que no vería algo tan bello como esto en otra parte, sin embargo, estaba equivocada. Estábamos entrando a la Reserva Natural Eduardo Avaroa. Era el segundo día; aun restaba por conocer un mundo de colores tan extraño y maravilloso como jamás había imaginado.
Magui Montero
Referencias: Fotos 1, 2, 3 -Mientras trepamos y nos alejamos de Tupiza. 4, 5- Lugar donde hicimos el primer almuerzo. 6 -Mina de cobre. 7 -Parada en San Vicente, con Margarita. 8, 9, 10-En el refugio de San Antonio de Lipez. 11- llegando al pueblo fantasma de San Antonio. 12, 13, 14- Mientras nos acercamos a Laguna Kolipa. 15-Rumiantes pastando.

lunes, 11 de enero de 2010

Inefable Tupiza. Mis tropiezos anecdóticos

Cruzamos la frontera por Villazón, (tan solo 200 metros descontaron una hora en nuestros relojes, por la diferencia horaria con ese país) hicimos los papeles de migración y nos dirigimos a una Casa de Cambio. El peso boliviano estaba mejor cotizado respecto a un tiempo antes; ahora nos pagaban 1,80 por cada peso argentino (después supe que cotizaban mejor en un Banco instalado en esa población) y 7 bolivianos por cada dólar, así que sabíamos que saldría un poco más caro que lo que de principio estimamos..
Compré pequeñas cosas que necesitaba para el viaje, y en el mismo local las acomodé en la mochila. Mi primer accidente sucedió cuando se cayó un barral de hierro de la mano de la vendedora, lo que me produjo una enorme protuberancia en la cabeza, aunque no me hirió. Luego buscamos una empresa de viajes que me habían sugerido, porque sábados y domingos no corren los trenes, pero los precios nos resultaron inconvenientes; así que nos dirigimos a la Terminal de buses y logramos subir a uno que salía en ese momento. Previo regateo, conseguimos los pasajes hasta Tupiza, en un bus semi-cama pero sin baño; aunque no nos importaba porque el viaje era relativamente corto. Era nuestro primer destino proyectado. El camino era terrible, peligroso, con muchas piedras sueltas (aunque el chofer parecía no ser conciente y preocuparle demasiado los problemas de la ruta) pues la transitaba a una velocidad mayor a lo razonable; pero el paisaje bellísimo compensaba estas incomodidades.
Me puse furiosa mientras escuchaba a una chica joven comentar con otros turistas que ni Tupiza ni Oruro tenían nada que valiera la pena y les aconsejaba pasarlos de largo. Para mis adentros pensé que cada camino que se recorre depende de los ojos y el corazón del viajero. Probablemente esa casi adolescente no había sabido “ver” o encontrar lo que deseaba, pero su actitud podía impedir a otros disfrutar de la belleza plena de ciertos lugares.
En Villazón había olvidado comprar las pastillas para el mal de la altura y apenas llegada a la Terminal de Tupiza, el corazón me golpeaba con fuerza, me costaba respirar, tenía las piernas flojas mientras un intenso dolor de cabeza se había instalado. Debía tomar urgentemente el medicamento, antes que comenzaran el resto de los síntomas.
Sara fue de mucha ayuda, pues al ser oriunda de una zona montañosa; dijo que me quedara quieta (no tenía fuerzas para caminar y menos aun para levantar el equipaje); se encargó de buscar alojamiento en un hostal a pocos metros. con agua caliente, televisor en la habitación, por 20 bolivianos diarios. La habitación que nos dieron, tenía cinco camas, por lo que estábamos cómodas, limpia, con ventanas a la calle (aunque quedaba a cinco cuadras de la Plaza Principal). Me compró la medicación, tomé una cápsula y los síntomas comenzaron a ceder. (se expenden libremente bajo la denominación de “sorochepil” y “punacap” por unidad)
Almorzamos a las 2,30 de la tarde en un lugar pequeño y bonito (aunque algo caro para los precios que luego vimos) Las especialidades eran pastas, pizzas y comidas vegetarianas; yo preferí un bife de costeleta grande con huevo, papas fritas y ensalada; Sara eligió pollo a la parrilla y bebimos agua mineral.
Más tarde salimos a cotizar precios de excursiones mientras conocíamos el pueblo. Contratamos los servicios de La Torre Tours, que pertenece a la misma empresa dueña del Hotel donde está instalada, para hacer la excursión en Jeep (en realidad son vehículos 4 x 4 Land Rover o Toyota pero los llaman Jeep) por los alrededores de Tupiza. Elegimos esa opción porque al día siguiente salíamos para la excursión de 4 días por el Salar de Uyuni y estaríamos cansadas si optábamos por otro tipo de paseo; aunque si dispone de mayor tiempo y un entretenimiento más completo está el triatlón (parte en jeep, parte a caballo (tres horas de cabalgata) y parte caminando o en bicicleta; y la última (ciertamente mucho más económica) en que se hace todo el trayecto cabalgando. Cualquier elección que se haga, incluye el almuerzo.
Dentro del mismo pueblo se puede caminar hasta el mirador, donde se encuentra la cruz y tiene una vista maravillosa.
Luego que contraté la excursión por los alrededores de Tupiza, estaba algo arrepentida, pues imaginaba que el precio abonado era excesivo; pero al ver los lugares rarísimos y bellos como el túnel El Escondido, La Puerta del Diablo, el paisaje increíble de la Quebrada del Toro, los ríos donde aun hay oro, las formas que adquieren las piedras por el desgaste eólico, acepté que el precio era poco para todo lo que había tenido oportunidad de conocer.
Cansadas y felices regresamos a nuestro Hostal.
Por las noches cocinábamos sencillo en el hostal, comíamos fruta y tomábamos mates que invitaban a la reflexión, luego aprendimos que salía más económico comprar comidas preparadas listas para llevar. Conseguímos empanadas grandes de queso y cebolla, humitas en chala (riquísimas), pollo al pimentón con papas fritas a precios irrisorios. Los duraznos, las manzanas (verde o roja), las paltas, el mango eran para extasiarse. Nos sentíamos contentas de poder comer tantas cosas sabrosas a bajo precio.
Una de esas noches, llegaron con sus mochilas cinco jóvenes argentinas, amigas entre ellas; dos de Buenos Aires y otras tres de la Patagonia. Habían emprendido viaje con la ilusión de llegar a Macchu Picchu.
Les di consejos y sugerencias, pero preferí callar cuando me dijeron el dinero con que contaban. Solo agregué que el viaje era costoso y que administraran bien lo que tenían. Por dentro yo temblaba, pero no me atreví a decirles que eso no les alcanzaría ni siquiera para cruzar la frontera de Perú y romper su ilusión. Por otra parte imaginé que quizás algún familiar podría ayudarlas, o al paso de los días se darían cuenta; pero no correspondía que yo hablara más.
Nos despedimos de las chicas deseándoles suerte, debíamos preparar todo y acostarnos temprano para la expedición al Salar.
Al día siguiente, luego del desayuno (muy abundante) en el Hotel La Torre (constaba de café con leche, yogur, jugo de naranjas, mermelada, mantequilla, tostadas, panecillos y fruta) partiríamos para la expedición al Salar de Uyuni de cuatro días y tres noches con todo incluido; el costo era de U$D 143.- (feb 2009)
Nos avisaron que las condiciones del viaje eran muy duras, pero valían la pena, cosa que al finalizar la excursión comprobé.
Nuestro equipo de compañeros estaba formado por una pareja de ingenieros irlandeses, Sarah y Michael; un profesor de geografía inglés, Tom; el chofer Raúl, la cocinera Margarita y el nieto de Margarita, Giovanni que era un niño de 8 años.
De más está decir que nuestros tres compañeros europeos hablaban muy poco español, Sara y yo poco inglés; pero con una mezcla de ambos idiomas, señas, un diccionario bilingüe y buena disposición, pudimos pasar buenos momentos, durante el tiempo que estuvimos juntos. Nos divertimos, bromeamos y jugamos naipes (con gritos, carcajadas y groserías incluidas)
Estábamos a punto de iniciar la travesía del Salar de Uyuni; nos esperaba un camino de aventuras y experiencias increíbles.
Magui Montero
Fotografías: 1. Sara y yo en Tupiza frente de la terminal de buses. 2-Foracioñ eólica "La Torre". 3-Natural de la zona arreando cabras. 4 y 5- Afuera y dentro del túnel "El escondido"6y 8- Paisaje de la zona. 7- A orillas del río San Juan, al fondo "El Toroyoj". 9- La Puerta del Diablo. 10- Valle de los Machos. 11- Iglesia de Tupiza